-Ven a ver, papá.
El padre acudió y miró también en la dirección que le
indicaba el muchacho, pero no alcanzó a ver nada.
-Es una cosa oscura que asoma cada tanto de la estela -dijo-,
y que nos sigue.
-A pesar de mis cuarenta años -dijo su padre-, creo tener
todavía buena vista. Pero no veo nada en absoluto.
Como su hijo insistiera, fue en busca del catalejo y exploró
la superficie del mar allí donde estaba la estela. Stefano lo vio ponerse
pálido.
-¿Qué es? ¿Por qué pones esa cara?
-Ojalá no te hubiera escuchado -exclamó el capitán-. Ahora
temo por ti. Eso que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es
una cosa. Es un colombre. Es el pez que los marineros temen más que ningún
otro en todos los mares del mundo. Es un escualo terrible y misterioso, más
astuto que el hombre. Por motivos que quizá nunca nadie sabrá, escoge a su
víctima y, una vez que lo ha hecho, la sigue años y años, la vida entera,
hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede
verlo si no es la propia víctima y las personas de su misma sangre.
-¿Y no es una leyenda?
-No. Yo nunca lo había visto. Pero como lo he oído describir
tantas veces, en seguida lo he reconocido. Ese hocico de bisonte, esa boca
que se abre y se cierra sin cesar, esos dientes espantosos... Stefano, no
hay duda, desgraciadamente el colombre te ha elegido y mientras andes por
el mar no te dará tregua. Escucha: vamos a volver ahora mismo a tierra, tú
desembarcarás y nunca más te separarás de la orilla por ningún motivo.
Tienes que prometérmelo. El trabajo del mar no es para ti, hijo mío. Tienes
que resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna.
Dicho esto, hizo invertir el rumbo inmediatamente, volvió a
puerto y, con el pretexto de una inesperada indisposición, desembarcó a su
hijo. Luego volvió a partir sin él.
Profundamente agitado, el muchacho permaneció en la orilla
hasta que la última punta de la arboladura se sumergió detrás del
horizonte. Más allá del muelle que cerraba el puerto, el mar quedó
completamente desierto. Pero, aguzando la vista, Stefano alcanzó a
distinguir un puntito negro que aparecía intermitentemente sobre las aguas:
era «su» colombre, que iba lentamente de aquí para allá, empeñado en
esperarlo.
*
Desde entonces se emplearon todos los recursos posibles para
alejar al muchacho del deseo del mar. Su padre lo mandó a estudiar a una
ciudad del interior distante centenares de kilómetros. Y durante algún
tiempo, distraído por su nuevo ambiente, Stefano dejó de pensar en el monstruo
marino. Sin embargo, cuando en las vacaciones de verano volvió a casa, lo
primero que hizo en cuanto dispuso de un minuto libre fue apresurarse a ir
a la punta del muelle para hacer una especie de comprobación aunque en el
fondo lo considerase superfluo. Aun admitiendo que toda la historia que le
contara su padre fuera verdadera, después de tanto tiempo el colombre sin
duda habría renunciado a su asedio.
Pero Stefano se quedó allí parado, con el corazón desbocado.
A unos doscientos o trescientos metros del muelle, en mar abierto, el
siniestro pez iba arriba y abajo con lentitud, sacando de cuando en cuando
el hocico del agua y volviéndolo hacia tierra, como si mirase ansiosamente
si Stefano Roi aparecía por fin.
De esta suerte, la idea de aquella criatura enemiga que lo
esperaba noche y día se convirtió para Stefano en una secreta obsesión. E
incluso en la lejana ciudad le ocurría despertarse en plena noche víctima
de la inquietud. Estaba a salvo, sí, centenares de kilómetros lo separaban
del colombre. Sin embargo, sabía que más allá de las montañas, más allá de
los bosques, más allá de las llanuras, el escualo lo aguardaba. Y que,
aunque se trasladara al continente más remoto, el colombre se apostaría en
el espejo del mar más cercano con la inexorable obstinación de los
instrumentos del destino.
Stefano, que era un muchacho serio y diligente, continuó sus
estudios con provecho y apenas fue un hombre encontró un empleo digno y
bien remunerado en un almacén de la ciudad. Mientras tanto, su padre murió
víctima de una enfermedad. Su viuda vendió su magnífico velero y el hijo se
halló en posesión de una discreta fortuna. El trabajo, las amistades, las
distracciones, los primeros amores: ahora Stefano se había hecho ya su
vida, pero, a pesar de todo, el pensamiento del colombre lo perseguía como
un espejismo a la vez funesto y fascinante; y, con el paso de los días, en
vez de desvanecerse, parecía hacerse más insistente.
Grandes son las satisfacciones de la vida laboriosa, holgada
y tranquila, pero aún mayor es la atracción del abismo. Apenas había
cumplido Stefano veintidós años cuando, tras despedirse de sus amigos y
abandonar su empleo, volvió a su ciudad natal y comunicó a su madre su
firme intención de seguir el oficio paterno. La mujer, a quien Stefano jamás
había hecho mención del misterioso escualo, acogió con júbilo su decisión.
En el fondo de su corazón, que su hijo hubiera abandonado el mar por la
ciudad siempre le había parecido una puñalada a las tradiciones de la
familia.
Y Stefano comenzó a navegar, dando prueba de dotes marineras,
de resistencia a las fatigas, de ánimo intrépido. Navegaba, navegaba y en
la estela de su carguero, de día y de noche, con bonanza y con tempestad,
se afanaba el colombre. Él sabía que aquella era su maldición y su condena,
pero quizá por eso mismo no tenía fuerzas para apartarse de ella. Y a bordo
nadie veía el monstruo excepto él.
-¿No ven nada por allí? -preguntaba de cuando en cuando a sus
compañeros señalando la estela.
-No, no vemos nada. ¿Por qué?
-No sé. Me parecía...
-¿No habrás visto por casualidad un colombre? -decían ellos
entre risas al tiempo que tocaban madera.
-¿De qué se ríen? ¿Por qué tocaban madera?
-Porque el colombre no perdona. Y si se pusiera a seguir a
esta nave, eso querría decir que uno de nosotros estaba perdido.
Pero Stefano no cedía. La constante amenaza que iba en pos de
él parecía más bien multiplicar su voluntad, su pasión por el mar, su
arrojo en los momentos de fatiga y peligro.
Una vez se sintió dueño del oficio, con el pequeño caudal que
le había dejado su padre adquirió junto con un socio un pequeño vapor de
carga, luego se hizo su único propietario y, gracias a una serie de
travesías afortunadas, pudo a continuación comprar un verdadero buque
mercante y apuntar a metas cada vez más ambiciosas. Pero los éxitos, los
millones, no conseguían apartar de su ánimo aquel continuo tormento; y
nunca, por otra parte, se le pasó por la cabeza vender y retirarse a tierra
para emprender negocios distintos.
Navegar, navegar, ese era su único afán. Apenas ponía pie en
cualquier puerto después de largas travesías, en seguida lo espoleaba la
impaciencia por partir. Sabía que allá lo esperaba el colombre y que el
colombre era sinónimo de perdición. Era inútil. Un impulso indomable lo
arrastraba de un océano a otro sin descanso.
*
Hasta que de pronto un día Stefano reparó en que se había
hecho viejo, viejísimo; y ninguno de los que lo rodeaban sabía explicarse
por qué, siendo rico como era, no dejaba por fin la azarosa vida del mar.
Viejo, y amargamente infeliz, porque toda su existencia se había gastado en
aquella especie de loca fuga a través de los mares para escapar de su
enemigo. Pero para él siempre había sido más fuerte que la dicha de una
vida holgada y tranquila la tentación del abismo.
Y una tarde, mientras su magnífica nave se hallaba fondeada
frente al puerto donde había nacido, se sintió próximo a morir. Entonces
llamó a su segundo oficial, en quien tenía mucha confianza, y le instó a
que no se opusiera a lo que pensaba hacer. El otro se lo prometió por su
honor.
Una vez seguro de esto, Stefano reveló al segundo oficial,
que lo escuchaba turbado, la historia del colombre que durante casi
cincuenta años lo había seguido sin cesar inútilmente.
-Me ha seguido de un confín a otro del mundo -dijo- con una
fidelidad que ni el amigo más noble habría podido mostrar. Ahora me voy a
morir. También él, ahora, estará terriblemente viejo y cansado. No puedo
traicionarlo.
Dicho esto, se despidió, hizo arriar un bote y, después de
hacer que le dieran un arpón, partió.
-Ahora voy a su encuentro -anunció-. Es justo que no lo
defraude. Pero lucharé con las fuerzas que me quedan.
Con débiles golpes de remo se alejó del barco. Oficiales y
marineros lo vieron desaparecer a lo lejos, sobre el plácido mar, envuelto
en las sombras de la noche. En el cielo, como una hoz, lucía la luna.
No tuvo que esforzarse mucho. Súbitamente, el horrible hocico
del colombre emergió al lado de la barca.
-Aquí me tienes por fin -dijo Stefano-. ¡Ahora es cosa
nuestra!
Y, reuniendo sus últimas energías, levantó el arpón para
lanzarlo.
-Ah -se quejó con voz suplicante el colombre-, qué largo
camino hasta encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto
me has hecho nadar. Y tú huías, huías. Y nunca has comprendido nada.
-¿Por qué? -dijo Stefano picado en su orgullo.
-Porque no te he seguido por todo el mundo para devorarte,
como tú pensabas. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte
esto.
Y el escualo sacó la lengua, tendiendo al viejo capitán una
esfera fosforescente.
Stefano la cogió entre los dedos y miró. Era una perla de
tamaño desmesurado. Reconoció en ella la famosa Perla del Mar que procura a
quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora era ya
demasiado tarde.
-Ay de mí -dijo meneando tristemente la cabeza-. Qué horrible
malentendido. Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia; y he
arruinado la tuya.
-Adiós, hombre infeliz -respondió el colombre. Y se sumergió
en las aguas negras para siempre.
*
Dos meses más tarde, empujado por la resaca, un bote arribó a
una áspera escollera. Fue avistado por algunos pescadores que, movidos por
la curiosidad, se acercaron. En el bote, todavía sentado, había un blanco
esqueleto; y, entre sus dedos descarnados, sujetaba un pequeño guijarro
redondo.
El colombre es un pez de grandes dimensiones, espantoso a la
vista, sumamente raro. Dependiendo de los mares y de los pueblos que
habitan las orillas, recibe también el nombre de kolomber, kahloubrha,
kalonga, kalu-balu, chalung-gra. Curiosamente, los naturalistas desconocen
su existencia. Hay quien sostiene que no existe.
FIN
Columbre es el miedo, es la ignorancia, es creer que los demás tienen razón.
ResponderEliminarColombre.
ResponderEliminarTODOS TENEMOS UN COLOMBRE A NUESTRO LADO.
ResponderEliminarINTELIGENCIA ES SABER QUE ESTÁ AHÍ, PERO NO DARLE MAS CRÉDITO.
Bos días!!
ResponderEliminarVaya... vaya... vaya...
Me ha enternecido... seducido... este relato...
Sí, un par de veces me ha devorado "mi colombre"...
Me he reencarnado...
No hace mucho me ha rondado de nuevo... pero como ya es tan viejo (como en el relato), creo que se ha muerto...
No sé, todos pasamos por situaciones en la vida de ese estilo.
Somos humanos.
Somos muy humanos.
Quién no haya visto su colombre, que se lance al mar desparovido!!
Biquiños atlánticamente agarimosos!!