Gandhi tenía una bondad increíble. Uno de sus discípulos sentía envidia y
quería matarlo. El maestro estaba paseando por un camino solitario y desde
la cima de una colina, el homicida deslizó una piedra que rodó por la
ladera.
Pero la piedra se trabó con un árbol y se detuvo antes de dar en el blanco.
Mahatma reconoció a su agresor pero no dijo nada y no lo contó a nadie.
Días después, se cruzaron los dos hombres y Gandhi lo saludó con alegría y
respeto. El hombre le preguntó muy sorprendido si no estaba enojado con él.
Gandhi le respondió que no.
¿Puedes decirme por qué no le has dicho a nadie y cómo has hecho para no
enojarte conmigo?
Porque ni tú eres ya el que arrojó la roca, ni yo soy ya el que estaba allí
cuando me fue arrojada.
El agresor fue uno de los más fervientes defensores del Mahatma durante toda
su vida. Tiempo después contó a sus amigos esta historia y relató otra
anécdota que describía su temperamento.
Cuando le preguntaban cómo hacía para no reaccionar a las agresiones y a las
presiones; un día reunió a un grupo de seguidores y los llevó a un
cementerio. Les pidió que gritaran insultos con todas sus fuerzas. Luego de
hacerlo, les dijo que gritaran halagos. En el medio de ese campo los hombres
parecían un grupo de locos.
Luego se sentaron y les dijo que era necesario aprender de los muertos. Como
ellos había que ser indiferentes a los insultos y también a los elogios. De
esa indiferencia podía florecer la bondad.
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