Todo ser racional, en un momento u otro de su vida, tiene que detenerse a pesar de su más o menos agitado ritmo de vida diaria, para enfrentarse con un enigma fundamental que exige una respuesta clara, inmediata y contundente: Yo, ¿por qué existo?, ¿para qué estoy viviendo?, ¿cuál es el sentido de mi existencia?, ¿qué es la vida?
Son numerosas las personas que ante preguntas “tan extrañas” después de otear brevemente su horizonte intelectual y revisar rápidamente su archivo de datos y experiencias personales, presionados por los problemas inmediatos a resolver o por su rutina habitual de acción, zanjan la cuestión con un elocuente encogimiento de hombros y prosiguen sus actividades, luchas y problemas, sin comprender nada de esa vida en la que luchan y por la que luchan; más bien sintiéndose aliviados al alejar de si tales pensamientos perturbadores.
Otras personas, las más, se contestarán a sí mismas de acuerdo con las lecciones aprendidas en su infancia o juventud. Y aquí encontramos varios grupos:
El grupo en el que prevalece una formación científica, se satisfará afirmado que la vida no es más que un proceso de lucha por la supervivencia, de adaptación progresiva al medio ambiente, de evolución de un proceso orgánico, etc.
El grupo en el que predomina el aspecto religioso tradicional nos dirá que la vida es el campo de experimentación creado por Dios, para que el hombre, luchando por el bien y en contra del mal, merezca ganar la felicidad o la condena eterna.
Existe también el grupo de los que mantuvieron durante un tiempo una visión idealista de la vida, pero que ante los fracasos y desengaños, o bien presionados por incentivos más inmediatos, se refugian en el escepticismo adoptando una filosofía que les parece “más realista”.
Hay otras personas que, después de haber hecho varias incursiones en el terreno de las más variadas escuelas filosóficas, acaba con un lio tan tremendo en su cabeza que ya no consiguen mirar nada por sí mismos y solamente saben pensar en términos de tal o cual “autoridad”.
Algo parecido sucede con los que después de haber descubierto que en todas las grandes religiones, así como en la teosofía y el ocultismo, hay cosas excelentes, y que algunas grandes verdades y aspectos éticos son comunes o similares, acaban aceptando “un poco de todo”, resultando de ello un confuso y espeso “potaje intelectual”, que por su contenido de dudas e ideas contradictorias, anula toda posibilidad de trabajo espiritual concreto y positivo.
Hay también, claro está, es grupo enorme formado por los agnósticos, que con una pirueta lógica asombrosa, toma como punto de partida la conclusión firme de que al hombre le es totalmente imposible llegar a conocer nada verdadero sobre el sentido de su vida, si es que la vida puede tener realmente algún sentido. Y partiendo de esta postura “tan racional” ahogan desde su nacimiento cualquier deseo de investigar, cualquier intento de enfrentarse ante el problema con la mente abierta.
Las personas de estos grupos adoptan estas posiciones como una necesidad de afirmarse a sí mismos en aquello que afirman o niegan. Y parece que la necesidad de esta afirmación personal es más importante que la misma respuesta afirmativa o negativa al problema en cuestión. Incluso más importante que el mismo problema.
Creo que es principalmente esta actitud la que incapacita a la persona para ver y descubrir nada realmente nuevo. Es el gesto de hincharse a sí mismo en la pretensión de ser y estar completo en sí mismo. Y verdaderamente, en esta situación, en este estado, no hay sitio para nada más.
La otra actitud que también incapacita para ver y descubrir es la opuesta: la de encogerse. Es la actitud del miedo, de quien está en el mundo sintiéndose con el riesgo constante de ser gravemente lesionado, física o moralmente. Y necesita estar defendiéndose a base de ocupar el menor sitio posible, físico, afectivo y mental. Y por eso tampoco hay aquí sitio para nada nuevo.
Las únicas personas que tienen una oportunidad de descubrir alguna nueva verdad son las que con sencillez y sinceridad son capaces de enfrentarse con el mundo, con la vida, en esa disposición, mezcla de curiosidad, interés y admiración que siente el niño ante cada cosa nueva que se le presenta en su experiencia cotidiana, viendo en ella algo mágico y maravilloso que a la vez le atrae y exige ser desentrañado. Son las personas que ante la importancia del descubrimiento que presienten se olvidan de sus propias cualidades, limitaciones y problemas, para entregarse con todo su ser, abierto y receptivo, primero al tímido acercamiento y tanteo, y luego a la incondicional búsqueda y total penetración del misterio.
Extracto del libro:
Antonio Blay.- Plenitud en la vida cotidiana.- Editorial CEDEL, 1981. (capítulo primero)
Bos días!!
ResponderEliminarUffffffff!!!!!!!!!!..... la verdad, es que este escrito es bastante "extenso" y profundo.
A.Blay, lo clasifica de forma muy "humana" y perfecta...
Es la eterna pregunta...
La eterna "levedad del ser"...
La eterna incógnita...
Yo, hasta hace bien poco, pensaba que el "sentido de mi vida", era ayudar a los demás...
Y de hecho, creo que la "forma" de mi ser es ésa...
La forma... me explico, como.... "la piel"....
El "interior", me está mostrando últimamente, que primero tengo que ayudarme a mí misma....
Y en éso estoy........
De momento estoy....... con el "momento presente"... vivir el momento presente... que también puede ser algo para lo que he venido a este mundo!!
No sé......
Éso es lo que creo.....
En fin...... éste relato, capítulo, da para muchísimo más.........
Seguimos.........
Biquiños atlánticamente agarimosos!!