En una populosa ciudad española, cuyo nombre no viene al caso, junto a la Plaza Mayor, -ocultando un solar- se había levantado una gran pared que servía de pretexto para anunciarse los teatros, los actos culturales y los productos al comercio.
Los hombres que –iban a sus cosas- pasaban, miraban, leían y continuaban su andar: iban a sus cosas.
Un buen día “la pared de la publicidad” – que así la llamaban- apareció cubierta toda ella por un gran cartel anunciando los pormenores del desempleo, del paro actual existente en España. Decía: “... más de ... millones de parados .... , ... suponen el ... % de la población activa ... , ... la mayoría de los jóvenes que desean empezar a trabajar no pueden ...” y se ilustraban los datos con una serie de cifras y porcentajes.
La verdad es que el cartel que, en el primer momento, suscitó curiosidad, interés y hasta compasión, terminó por molestar a los transeúntes – que iban a sus cosas-. Era desagradable contemplar, cada mañana y cada tarde, los mismos problemas, las mismas cifras y experimentar la misma sensación desagradable. Decidieron derribar la pared.
Pero he aquí que, detrás de la pared, malvivía a la sazón la familia de un parado que, desposeída de su anterior domicilio, se había instalado miedosamente detrás del muro.
El hombre, que no pasaba de los cuarenta y tres, enseñaba su rostro amargado por encima de una camisa de cuadros que hacía tiempo que no había saludado a ningún detergente. Por detrás del gesto hosco, se adivinaba una innegable frustración personal, mal disimulada por el alcohol y un síndrome evidente de inutilidad. La mirada agresiva de aquel padre y, su contenida irritabilidad, habían escogido como blanco los rostros impotentes de su esposa y dos hijos que, tiritaban entre el susto y la angustia. Aquella familia había perdido, no sólo el sueldo del padre, sino la alegría de los cuatro, el diálogo, las relaciones amorosas..., en definitiva, la esperanza.
Los transeúntes – que iban a sus cosas, no aguantaban la escena familiar cada mañana y cada tarde de todos los días. Las constantes discusiones de los cuatro, el malhumor reiterado de los cuatro, la desesperación de los cuatro... decidieron levantar de nuevo la pared, con cartel incluido.
Desde entonces, cada mañana y cada tarde, los hombres de aquella ciudad, iban y venían a sus cosas con normalidad e incluso, se detenían ante el cartel, lo leían y hasta sentían compasión. Pero podían vivir ya con una razonable tranquilidad. Lo que les había resultado inaguantable era contemplar las duras escenas que se escondían detrás de la pared, detrás del cartel, detrás de las cifras.
Y los habitantes de la populosa ciudad vivieron al fin, tranquilos el resto de sus días, sin escenas de mal gusto ni preocupaciones, ocupados sólo en sus cosas.
Pedro M. Zabilde Zadalla.
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