Una vez soñé con un puente que unía dos destinos. Aunque para muchos, sólo enlazaba dos lugares.
En mi sueño, veía un puente robusto y consistente. Capaz de resistir cualquier tipo de inclemencia. Incluidas las humanas.
El puente tenía un tráfico constante en ambos sentidos. Un ir y venir supuestamente ordenado. Al menos regulado y legislado y, si fuese necesario, reprimido y sancionado.
A ambos lados del puente, dos carteles mostraban los respectivos nombres que tenían atribuidos sendos lugares: “ALFA” y “BETA”, pero cualquiera podía leer “X” e “Y” o cualquier otro nombre que no indicará nada ya que, realmente, no había nada relevante que diferenciar.
Dentro de mi sueño, volvían a mi mente imágenes antiguas en las que cada lugar, con su nombre en MAYÚSCULAS, era único, definido y diferenciado. Con su propia cultura y personalidad.
Pero año tras año, los factores comunes de los distintos sitios iban siendo la nota dominante. La riqueza propia iba perdiendo terreno que cubría rápidamente la globalidad en su aspecto más simple.
Cemento, asfalto, centros comerciales… eran elementos comunes en “ALFA” y “BETA”, en “X” e “Y”, cuando, de repente, sobresaltado y temeroso de la realidad soñada, ME DESPERTÉ.
Abrí los ojos y en un normalizado, medido e institucionalizado segundo, me di cuenta de que mi sueño no había visitado a Morfeo. Simplemente, era un episodio que reflejaba el transcurrir de mi entorno y de mi vida.
DE MI VIDA PREDEFINIDA, ESTABLECIDA Y DIRIGIDA.
VIDA A LA QUE DEBO DESOBEDER SI QUIERO VIVIRLA Y SORBERLE TODO EL JUGO.
ME LO DEBO A MI MISMO.
Roberto Carlos Sande Barcia.
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