Todas las decisiones personales, familiares y profesionales que tomamos para gozar de mayor seguridad revelan una verdad muy incómoda: muchos de nosotros no somos (ni queremos ser) responsables ni dueños de nuestra vida. Esencialmente porque tenemos muchísimo miedo a la libertad, pues esta implica abrazar la incertidumbre y la inseguridad inherentes a la existencia, porque la libertad implica responsabilidad y decisión personal.
La libertad implica saber qué, cómo, para qué y las consecuencias que la acción que lleve a cabo tendrá en mi, en el otro más cercano y la situación global en la que estoy inmerso. Teniendo concientes cada una de las partes y asumiendo las consecuencias posibles, la decisión es conciente y responsable.
Para trascender la inseguridad y el miedo es importante que redefinamos conscientemente cuáles son nuestros “valores”. Es decir, “la brújula interior que nos permite tomar decisiones alineadas con nuestra verdadera esencia”. Lo cierto es que cuando vivimos sin saber quiénes somos, qué es lo que valoramos y hacia dónde nos dirigimos, solemos funcionar con el piloto automático puesto, siguiendo los dictados de nuestro instinto de supervivencia emocional distorsionado. Esta es la razón por la que muchos de nosotros tenemos la sensación de vagar por la vida como boyas a la deriva. Y es precisamente esta desorientación la que nos conecta, nuevamente, con nuestros temores, carencias e inseguridades.
En cambio, en la medida que nos conocemos a nosotros mismos y decidimos libre y voluntariamente qué nos importa en la vida y asumimos el precio, tarde o temprano encontramos el sentido que le queremos dar a nuestra existencia.
Además, cuanto más sólidos son nuestros valores, más fácil nos es tomar decisiones que nos permitan dirigirnos en la dirección que hemos escogido. Gracias a esta seguridad interna, nos convertimos en nuestro propio faro.
Y hasta la muerte es necesario que tomemos las decisiones desde nuestro propio faro con la conciencia de la situación total. Ese es el precio de la libertad.
Un abrazo,
Veronica
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